Sería difícil encontrar una historia más icónica de transformación, en Medellín o en ninguna otra parte del mundo, que la del barrio llamado Moravia. Sería aún más difícil encontrar a gente tan cariñosa, acogedora y generosa como la que conocí allí al llegar a la ciudad por primera vez a principios de 2016.
La historia: Cómo un basurero se convirtió en un jardín
Hasta los años 60, los cuatro kilómetros cuadrados de la zona centro-noreste de Medellín, hoy conocida como Moravia, era un área fértil y poco habitada cerca del río Medellín. Al principio de esa década, la tasa de la migración de la costa pacífica (el Chocó) y de la zona rural del noroeste de Colombia (Antioquia) aumentó dramáticamente, cuando la gente huía de la violencia sectaria que había sacudido la nación por 20 años. Los ocupantes ilegales se convirtieron en colonos, la parentela echó raíces y la población empezó a aumentar con rapidez.
Apenas los humanos comenzaron a reclamar el área de Moravia, la ciudad de Medellín empezó a desechar su basura en aquel lugar. Desechos médicos de la principal Facultad de Medicina de la región se mezclaban con desechos industriales de la envasadora de carne Xenu y la próspera industria textil, y con la basura doméstica de casi 800.000 habitantes de la ciudad. Pronto se hizo una colina, luego una montaña, de basura. Rápidamente, los estanques, arroyos y campos se cubrieron de ceniza y plástico – y cosas peores –, que volaban al viento, pero los residentes no estaban para nada desanimados. El desfile continuo de volquetes de la ciudad llevaba artículos para reciclar, revender y alimentar a niños hambrientos.
En 1970, se estima que 40.000 personas vivían en o alrededor de aquel cúmulo imponente y ardiente que nunca estuvo destinado a albergar ni alimentar a nadie, y muchos menos a crear una comunidad con iglesias, jardines, una banda y su propia tropa de Boy Scout.
El gobierno de Medellín hizo todo lo posible para disuadir a los moravitas, como se llamaban a sí mismos, de vivir allí. Hubo intentos frecuentes para reubicar a la población, a veces con métodos que recordaban a los traslados de la Franja de Gaza. Ofrecieron apartamentos en rascacielos a los residentes, pero esos apartamentos eran 45 m2 de hormigón, y, a veces, estaban ubicados a horas de distancia en autobús de trabajos, seres queridos y relaciones sociales. Aunque los apartamentos en sí eran gratuitos, eran solo el hormigón desnudo: sin muebles, ni conexiones a servicios públicos ni cerradura en las puertas. Podía haber edificios de hasta nueve pisos sin ascensor. Por primera vez había que pagar facturas de agua, gas y electricidad, todas las cuales eran “gratuitas” en Moravia.
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La vida era frágil en Moravia, pero era familiar – y era barata.
Cuando los moravitas rehusaron mudarse, a veces se despertaban durante la noche para encontrarse con incendios que arrasaban sus calles, destruían las casas hechas de madera reutilizada, y reducían a cenizas todo en un área de 10 cuadras, de manera que a los residentes no les quedaba otra opción que reubicarse…
Marzo, 2007: fotografías cortesía de Noticias Teleantioquia
En 1984 el gobierno municipal cerró el basurero definitivamente. Para entonces, Moravia era un barrio poblado de clase obrera, uno de los más violentos y drogados de la ciudad. Después de la muerte de Pablo Escobar en 1993, se extendió por Colombia un total renacimiento de esperanza para un futuro más pacífico. En Moravia, se emergió un fuerte gobierno comunitario por las estructuras tradicionales establecidas desde los años 60, y el gobierno de la ciudad se adaptó, en ciertos aspectos, todavía con los residentes en su lugar. Se formalizaron las escuelas, se extendieron los servicios públicos al barrio, y empezó a tomar forma el asunto de cómo descontaminar la montaña de basura en descomposición (“El Morro”). Un grupo de ingenieros medioambientales de Barcelona se unieron con ingenieros civiles y científicos del suelo de Colombia para construir un sitio que era hermoso, además de habitable. A partir de 2004, una iniciativa de transformación urbana, financiada por el gobierno municipal bajo el alcalde Sergio Farjado, utilizó métodos de descontaminación del suelo para crear un jardín comunitario, ahora visible de las carreteras principales y el metro y considerado uno de los espectáculos más increíbles de Medellín. El jardín y los viveros que se crearon como una parte de esa iniciativa ahora proveen empleo bien pagado a varias docenas de personas, la mayoría de ellas madres solteras. Las orquídeas y bromelias que se cultivaron en el invernadero son apreciadas y vendidas por la ciudad.